Entonces no sabía que no era necesario casarse con todos los hombres de los que una se enamora.
Sentía una extraña libertad, y empezaba a ver que algunas de mis obligaciones eran imposiciones mías y que podía tomármelas menos en serio.
Me estaba haciendo mayor y evitaba lamentarme. Puede que evitara lamentar no haber sido querida.
Si era libre era porqué nadie me necesitaba, porqué algo había fallado.
Tenía un lado claramente masculino que se manifestaba en su negativa a albergar falsos miedos y esperanzas, en la imparcialidad con que evaluaba sus talentos y atributos, en su objetividad y su competencia profesional y en su egoísmo recalcitrante. Era una mezcla inestable de cálculo y estupidez. Yo, en comparación, me sentía idiota, torpe, vulnerable y ahora también moralmente cansada.
Entonces me sentía como una niña, perpleja, aunque ya no tenía edad para eso. Mi infantilismo, que persistía a pesar de las pruebas de envejecimiento de mi cuerpo, resultó ser mi enemigo hasta el final. Porqué había llegado el final de algo, y yo lo sabía. No más ilusión, no más expectativas, no más poder. Los viejos no tienen poder. Me vi reflejada en un escaparate cuando volvía despacio, más despacio que de costumbre, a Drayton Garden. Mi imagen me recordó a alguien a quien llevaba mucho tiempo sin ver. No me reconocí hasta que llegué a casa, cuando me estaba cepillando el pelo delante del espejo. Me parecía a mi madre.
De joven una todavía puede aspirar a lo sublime. La vejez sabe que ese es un bien desgarradoramente escaso y que probablemente siempre lo fue.
'El secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad.' Gabriel García Márquez