dissabte, de març 25, 2017

stardate: susan sontag


Imaginemos un parque con una bella estatua de mujer, no, la estatua de una bella mujer; la estatua, es decir, la mujer, sostiene un arco y una flechas; no está desnuda pero es como si estuviera desnuda (la túnica de mármol se adhiere a sus pechos y a sus caderas); no es Venus sino Diana (las flechas son propias de ésta). Siendo ella misma bella, con su cinta en la cabeza ciñéndole los rizos, está muerta para toda belleza. Ahora, sigue la fábula,imaginemos a alguien capaz de infundirle vida. Imaginemos a un Pigmalión que no es un artista, que no la creó, sólo a encontró en el jardín, sobre su pedestal, un poco más alta de lo normal, y decidió llevar a cabo un experimento con ella: un pedagogo, un científico, entonces. Otra persona la hizo, luego la abandonó. Ahora ella es suya. Y él no está enamorado de ella. Pero tiene una vena didáctica y quiere verla florecer en sus mejores atributos. (Quizás más adelante sí se enamorará, probablemente contra su propia voluntad, y querrá hacer el amor con ella; pero esto ya es otra fábula.) Por tanto, él actúa lenta, solícitamente, según las pautas del experimento. El deseo no le empuja, no hace que lo quiera todo al instante.

¿Cómo procede? ¿Cómo le infunde la vida? Con gran precaución. Quiere que cobre conocimiento y, adicto a la más bien simple teoría de que todo conocimiento proviene de los sentidos, decide estimular sus facultades sensoriales. Lenta, lentamente. Le dará, para empezar, sólo uno de los sentidos. ¿Cuál escogerá? No la vista, el más noble de todos, no el oído... bien, no es necesario recorrer toda la lista, por corta que sea. Apresurémonos a contar que lo primero que le concede, quizás con poca generosidad, es el más primitivo de los sentidos,el del olfato. (Puede que él no quiera ser visto, cuando menos por el momento.) Y cabría añadir que, para que el experimento resulte, debemos suponer que la divina criatura tiene cierta existencia interior o cierta sensibilidad detrás de su impermeable superficie, pero ello es sólo una hipótesis, aunque necesaria. Nada hasta el momento se puede deducir de dicha vida interior. La diosa, siendo la belleza encarnada, no se mueve.

Así que ahora la diosa de la caza puede oler. Sus ovoides y algo saltones ojos de mármol, bajo las pesadas cejas, no ven, sus labios ligeramente abiertos y la delicada lengua no captan ningún sabor, su satinada piel de mármol no sentiría tu piel ni la mía, sus adorables orejas en forma de concha no oyen, pero las cinceladas ventanas de su nariz reciben todos los olores, próximos y lejanos. Huele los sicomoros y los álamos, resinosos, acres; puede oler el minúsculo excremento de los gusanos; huele el betún de las botas de los soldados y las castañas asadas, y el tocino que se quema, puede oler la glicina y el heliotropo y los limoneros, puede oler el rancio olor del venado y jabalíes que huyen de los lebreles reales y de los tres mil batidores empleados por el Rey; la efusiones de una pareja copulando en los arbustos cercanos, el dulce olor del césped recién cortado, el humo de las chimeneas de palacio; desde lejos, al gordo Rey en el retrete; incluso puede oler la erosión que el azote de la lluvia produce en el mármol de que está hecha: el olor de muerte (a pesar de que nada sabe sobre la muerte).

Hay olores que ella no percibe, porque se encuentra en un jardín, o quizá porque está en el pasado. Se evita los olores de la ciudad, como los de los cubos de agua sucia y excrementos vaciados desde las ventanas a la calle durante la noche. Y los de los pequeños vehículos con motores de dos tiempos, y de los ladrillos de lignito marrón (el olor de la Europa del Este en la segunda mitad de nuestro siglo), de las plantas petroquímicas y las papeleras de las afueras de Newark, del humo de cigarrillos... Pero ¿por qué decir que se los evita? Le encantarían también estos olores. Ciertamente, a lo lejos, en la distancia, ella huele el futuro.

Y todos estos olores, en los que pensamos como buenos o malos, gratos o repugnantes, la inundan, bañan cada partícula del mármol de que está hecha. Se estremecería de placer si pudiera, pero no le han otorgado el don del movimiento, ni siquiera el de la respiración. Aquí tenemos a un hombre enseñando, emancipando -decidiendo lo que para ella es mejor- a una mujer y por tanto moviéndose con circunspección, no proclive a llegar hasta el final, conformado con la idea de  crear un ser limitado: lo mejor para ser y permanecer bella. (Imposible imaginar la fábula con una mujer de mentalidad científica y una bella estatua de Hipólito; es decir, una estatua del bello Hipólito.) Decíamos que la deidad de la caza sólo tiene el sentido del olfato, el mundo dentro de ella, ningún espacio; pero ha nacido el tiempo, porque un olor triunfa, domina a otro. Y con el tiempo, la eternidad. Tener olfato, sólo olfato, significa que ella es un ser que huele y por tanto quiere seguir oliendo (el deseo exige su perpetuación ad infinitum). Pero los olores se desvanecen a veces (ciertamente, algunos desaparecieron tan deprisa!), a pesar de que algunos retornan. Y cuando un olor se desvanece, ella se siente -está- disminuida. Empieza a soñar, esta conciencia-que-huele, cómo podría retener olores, a fuerza de almacenarlos dentro de ella, para no perderlos nunca. Y así es como, más tarde, el espacio emerge, sólo el espacio interior, cuando Diana empezó a desear que le fuera posible retener distintos olores en distintas partes de su cuerpo de mármol: la mierda de perro en su pierna derecha, el heliotropo en un codo, la dulzura de la hierba recién cortada en su entrepierna. Los mimaba, los quería todos. Siente dolor, no el dolor (más concretamente, desagrado) por un mal olor, puesto que nada sabe de lo bueno o lo malo, no puede permitirse hacer esta lujuriosa distinción (todo olor es bueno, porque cualquier olor es mejor que ningún olor, que el olvido), sino el dolor de la pérdida. Todo placer -y oler, no importa lo que huela, es puro placer- pasa a ser una experiencia de pérdida anticipada. Ella quiere, si sólo supiera cómo, convertirse en coleccionista.